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No llores, que me da la risa

2013 / 11 / 21

Publicado en noviembre 16, 2013 por Redacción Xuan Cándano (en la foto) / Director de ATLÁNTICA XXII.

Cuando decimos que la realidad supera a la ficción nunca pensamos en la literatura romántica. Pero hay vidas que ya quisieran haber conocido Lord Byron o Larra para describirlas con impecable realismo. Como la de Carlos Hernández Hofmann.

Hijo de español y de alemana, lejano pariente de Albert Hofmann, el inventor del LSD, que le debió de contagiar el genio y la alegría vital, Carlos vivió y bebió la Transición en su Salamanca natal, un buen lugar para noctámbulos. Hizo Derecho, sacó la oposición de secretario de Ayuntamiento y ejerció en Levante, pero pronto despreció la rutina del funcionario y las tentaciones de la fiebre del ladrillo para lanzarse a la aventura de la cooperación internacional en compañía de su pareja, Yayo, una médico con la que se complementaba como los instrumentos en una orquesta sinfónica.

Recorrieron medio mundo. El trotamundos conoce muchas tierras nuevas, pero sobre todo los intrincados secretos de la naturaleza humana, con sus miserias y sus grandezas, que habitan el mismo cuerpo. Convivir con la vida y la muerte, comprobar la solidaridad y el egoísmo, acostumbrarse a la violencia, conocer la corrupción de Gobiernos y organizaciones como ningún periodista podría hacer, aprender a disfrutar del privilegio de amanecer con cada día y comprender que un pobre que sonríe es más importante que el gobernante más poderoso te debe de hacer muy sabio. Y eso es algo que sabemos bien los que conocimos a Carlos.

Vio a un hombre caer abatido a tiros a su lado en un tugurio de Guatemala, fue testigo en primera línea de la putrefacción de la revolución sandinista, se hizo amigo de los gitanos en Bulgaria tocando con ellos la guitarra, tuvo que mediar en un horrible accidente en África, un continente que adoraba, sobre todo Mozambique, donde la felicidad y la pobreza se dan la mano.

Un día, cansado y decepcionado con la cooperación, aterrizó en Asturias casi por casualidad. Y descubrió un pueblo pequeño al lado del mar, bello y decadente. Parecía que le estaba esperando. Se instaló con Yayo en una hermosa casa frente a la ría, se aficionó a la huerta, experimentó con el calvados y compartió su paraíso con todo el mundo, porque Carlos tenía una especie de curiosidad antropológica que lo llevaba a relacionarse con la gente sin que le importara nada su condición.

Era un conversador extraordinario, un polemista insaciable, un verdadero rompegüevos con criterio capaz de oponerse a lo evidente y de encontrar fisuras en todos los discursos. Un anarcocapitalista que desconfiaba tanto del Estado como de la ciudadanía, siempre empeñada en vivir a su costa. Era el lector más voraz y más crítico con esta revista. Como era inteligente derrochaba sentido del humor, esa cualidad que no poseen los mediocres.

Se enamoró tanto de Asturias, de los asturianos y de su pueblo adoptivo que lo prefería vacío y melancólico en invierno, sin turistas alterando su silencio. Cuestionaba el progreso material y las obras públicas.

Cuando aupaba su enorme cuerpo en la moto y se perdía por carreteras secundarias parecía que soplaba un viento de libertad.

Al detectársele recientemente una grave enfermedad, que no tardó en saber que sería fulminante, se refugió en su casa con una serenidad nada asombrosa si tenemos en cuenta que quien sabe vivir también sabe morir, y que quien pasa por el mundo alegrando a los demás no quiere entristecerlos en la despedida. Decía que había vivido mucho y bien, el último y el más indiscutible de sus razonados argumentos.

No hay escritor ni artista que pueda expresar todo el amor y la dulzura de las últimas semanas de Carlos con Yayo. No le dio ni un resquicio a la tristeza. Le sugirió a su esposa que con sus cenizas hiciera lapiceros. A su lado no admitía caras largas.

No llores, que me da la risa.

Cuando murió a los 53 años, hace un par de semanas, no hubo esquelas ni ceremonias, ni su nombre salió en los papeles. Las personas importantes no suelen aparecer en los medios. Los amigos celebramos su ausencia con un brindis sentados en su propia mesa, cumpliendo su deseo, aunque tengo que reconocerte Carlos que fue el trago más amargo de nuestras vidas y que esa tristeza que envuelve las calles y los lugares que pisaste no se acaba de disipar, por mucho que te empeñes. Nos volvimos a reunir para despedirte en un monte, del que nunca se borrará tu sonrisa.

En sus últimos días, ya sin fuerzas, Carlos logró terminar su primera novela, salpicada de humor, naturalmente. Pienso ser con ella tan rompegüevos como él. Si fuera autobiográfica sería sencillamente maravillosa.

PUBLICADO EN ATLÁNTICA XXII Nº 28, SEPTIEMBRE DE 2013

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