La huella de Miguel "Corredor"
2016 / 11 / 21
En memoria de un hombre que pasó por la vida haciendo la de los demás más fácil
Todo lo que nos va sucediendo a lo largo de nuestra existencia, sea bueno, intrascendente o malo, contribuye a forjar nuestra personalidad, al margen de la valoración que conscientemente sepamos conceder a cada momento que nos ha tocado vivir. Y de todo vamos aprendiendo y, de algún modo, todo nos va conformando, unas veces de forma casi imperceptible, y otras, dejándonos improntas de más calado.
Nadie es perfecto. Todos tenemos lados buenos y otros que lo son menos. Y, sin duda, Miguel Ángel Menéndez Pérez no era una excepción. Pero eso no es lo importante. Lo notable, lo que hace que nuestro paso por la vida no sea estéril, es que dejemos una huella; y que esa huella que permanecerá en los que nos conocen cuando se termine nuestra singladura, sea tan nítida y positiva que permita dejar nuestros defectos disimulados en una sombra imperceptible. Y todos los que tuvimos la suerte de contar con la amistad de Miguel y, por tanto, pudimos ver "su fondo", sabemos que su vida no ha sido un simple pasar. Ha dejado una impronta en todos nosotros que no se borrará.
Su sólida formación intelectual, basada en una curiosidad innata "por saber de todo" y en una afición desmedida por la lectura hacía posible hablar con él de cualquier cosa, con la seguridad de que se tendría un buen interlocutor, culto y documentado. Ese afán por enriquecer sus conocimientos era la causa de que, permanentemente, estuviera asistiendo a algún curso: de inglés, de encuadernación? ¡De lo que fuera! Lo importante era aprender algo nuevo o reforzar lo sabido.
Miguel era un hombre "pa dentro". No expresaba sus emociones con facilidad. Pero a quienes tuvimos la suerte de tratarlo, nos dejaba patente su amor por Avilés. El Avilés de hoy y el de ayer. Le dolía el desamor a la ciudad, que solo entendía cuando provenía de aquéllos que no la conocían lo suficiente. Fruto de esa relación con la villa, confesaba que una de las etapas de su vida de la que se sentía más orgulloso era la del tiempo durante el cual fue presidente del Club Natación Avilés. Y reconocía sentirse emocionado cuando, a pesar de los años transcurridos, alguno de los niños de aquel club, hoy ya adultos, se encontraba con él por la calle y cariñosamente le saludaba aún como su "presi".
Su pasión por la náutica y cualquier actividad relacionada con la mar supo inculcarla a sus dos hijos, Jaime y Elia, grandes aficionados también a todo lo concerniente a ese mundo. Y también a su mujer Mayte, que a bordo del "Corredor", primero, y después del "Corredor I", fue incorporándose a sus navegadas con total fe en el patrón. Ese patrón que ponía calma, incluso cuando las cosas se ponían recias en sus singladuras entre amigos y compañeros. En el caso de Miguel, esa atracción por lo marino venía de lejos. Como muestra baste un botón: en sus años mozos, sin tener relación alguna con la carpintería de ribera, construyó él mismo una pequeña embarcación de madera a vela. Y aunque su profesión le llevó por otros derroteros, la vinculación con lo naval fue a más, hasta el punto de no considerar su titulación de capitán de yate como una meta, sino como un medio de saber más. Por ello, no es extraño que ese mundo fuera el nexo de unión de muchos de nosotros con Miguel.
En las que serían sus últimas semanas de vida, cuando nada hacía pensar en un fatal desenlace, su mayor ilusión era instalar un winche motorizado en su barco para izar la mayor, cuya compra llevó a cabo desde la cama del hospital y que, lamentablemente, se ha quedado en la caja en la que llegó. Con él pretendía suplir la merma de sus fuerzas, de forma que pudiera seguir disfrutando de la navegación, porque la disminución de facultades físicas que veía venir no le preocupaba tanto en sí misma como en la medida en que pudiera limitar su afición.
Conversando con un amigo mientras aún estaba hospitalizado, le decía que en cuanto se encontrara un poco mejor tenían que reanudar las salidas de pesca en la lancha de aquél, porque "con tal de que pueda llegar hasta el pantalán y subir a bordo, si me flojean las piernas puedo estar todo el tiempo sentado, con la caña en la mano". Lástima que no pudo repetir aquellas largas jornadas en la mar, con ambos más concentrados en el aparejo que en la conversación, a menudo limitada a "¿pican?", "¿subes algo?" o "hay que cambiar de sitio".
Y para el final ha quedado algo que le identificaba perfectamente: su permanente e incondicional disposición a ayudar a sus amigos, a menudo materializada en trabajos de todo tipo, para cuya realización siempre se ofrecía antes de que se lo pidieran. En el semisótano de su casa había ido quitando todo el espacio posible a su destino como garaje para acoger lo que propiamente se podía calificar de taller, mejor equipado que el de muchos profesionales.
Sin relación alguna con la que había sido su vida laboral, era un competente y perfeccionista "manitas", que lo mismo hacía un depósito de fibra de vidrio, que unos carretes manuales para pesca de altura; unos cabrestantes, que un rezón; una repisa de madera, que unas vidrieras de colores. Y casi nunca para sí mismo, sino para los que le rodeábamos.
Todo lo anterior, para quien no le conoció o lo hizo superficialmente, puede sonar a panegírico, al consabido "¡qué bueno era!", pero todos los que disfrutamos de su amistad estamos convencidos de que aún es una muy pobre reseña de este magnífico ser humano. A este grupo marinero que tuvo que dejar, nos queda la labor que también fue una de sus últimas voluntades: continuar unidos en memoria suya.
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